ISABEL DE BORBON: La Chata

El Mundo, 12 de abril de 1998

Fue princesa de Asturias en dos ocasiones, aunque nunca llegó al trono. A los tres años de su boda, su marido se suicidó. Aficionada a los toros y a las verbenas, se ganó la simpatía del pueblo. Era una excelente pianista. Tras la muerte de Alfonso XII, Cánovas la obligó a renunciar a la corona.

ISABEL DE BORBON: La ChataUna de las actividades más pertinaces de los españoles durante los siglos XIX y XX ha sido la de expulsar del trono y del país a la familila Borbón para luego volver a instalarla y continuar la dinastía. Sin duda se trata de una relación pasional, en la que el amor y el odio se alternan desordenadamente, pero hay en ella oasis de tranquilo afecto que prueban la nostalgia de una relación menos conflictiva. Uno de esos episodios amables es el de la vida de quien fue dos veces heredera del trono, doña Isabel de Borbón, popularmente conocida como La Chata.

Es el único caso de Borbón que, al llegar la II República, recibió la petición de que continuara viviendo en España. Sin embargo, la infanta, que estaba enferma y tenía casi 80 años, se fue al exilio con el resto de la familia para morir en París, en un convento de Auteuil, el 23 de abri de 1931, cinco días después de partir hacia el destierro. El semanario Crónica le dedicó su portada con este pie: «Era, indiscutiblemente, la figura de la Familia Real más popular y querida en Madrid, por su espíritu democrátio y castizo».

Efectivamente, la popularidad de la dos veces princesa de Asturias, cinco años hasta que nació Alfonso XII y unos meses hasta que nació Alfonso XIII, era enorme. Lo fue siempre y por muchas razones, pero acaso la más importante es que habiendo nacido en el Palacio Real acudía a los mismos sitios que el pueblo llano: romerías, procesiones, verbenas, saraos, meriendas y, por supuesto, a los toros.

Hasta la vuelta del exilio de doña María de las Mercedes, madre del Rey Juan Carlos, no ha habido en la Familia Real una visitante más asidua a la Monumental de Las Ventas y, antes, de la Plaza Vieja de la Fuente del Berro. A diferencia de doña Mercedes, devota de Curro Romero, no seguía la escuela sevillana y su favorito fue el gran Vicente Pastor.

Los madrileños la querían porque no se perdía una fiesta, porque presidió todas las organizaciones caritativas imaginables, porque vestía de forma llamativa y alegre, porque hablaba con cualquiera y porque, siendo de tan alta cuna, fue desgraciadísima en su vida particular. Esto siempre ha provocado la simpatía popular. Además tenía una cara fea y simpática, con la nricilla remangada, y eso le valió pronto el mote de La Chata que la infanta acabó apreciando. El «¡Viva La Chata!» que gritaban todos a su paso cuando iba a los toros, dadas las circunstancias políticas, era muy de agradecer.

Nació Isabel, princesa de Asturias, el 20 de diciembre de 1851, hija de la reina Castiza, Isabel II. Era su segundo alumbramiento pero el primero, un niño, nació muerto. Casi dos días duró el parto hasta que su padre oficial, el rey consorte Francisco de Asís, la presentó públicamente en la ritual bandeja de plata, junto al presidente del Consejo don Juan Bravo Murillo. Afortunadamente, el rey no montó el escándalo del alumbramiento anterior, buscando parecidos del muertecito con supuestos amantes de su majestad. En cambio, la infanta estuvo a punto de quedarse huérfana antes de salir a la calle, cuando su madre la llevaba a la Virgen de Atocha. A la salida de la capilla de Palacio, un cura loco, llamado Martín Merino, se abalanzó sobre la reina y la apuñaló. El gesto instintivo del brazo y las ballenas del corsé dejaron en herida leve un golpe que pudo ser mortal.

El regicida confeso fue juzgado, condenado y ejecutado rapidísimamente; el gobierno mandó destruir los legajos del juicio y, como hubo luego no pocas conspiraciones organizadas por el cuñado de Isabel II, duque de Montpensier, se ha especulado mucho con la alta inspiración del magnicidio frustrado; pero a diferencia del asesinato de Prim, de éste no se ha probado nada. Y ya es tarde.

Tres años después tuvo Isabel una hermanita, Cristina, que murió a los tres días. Y el 28 de noviembre de 1857 nació Alfonso, el futuro Alfonso XII, por ley Príncipe de Asturias y heredero del trono. Se supuso que la niña le tendría celos, pero la verdad es que desarrolló pronto una disposición maternal y protectora que les hizo inseparables de por vida. Juntos y solos pasaron varios años y luego se les unieron las infantas que sobrevivieron: Pilar, Paz y Eulalia. Murió la quinta infanta, María de la Concepción, a los dos años, y el noveno y último, Francisco de Asís, a los 20 días. Siempre hubo dos grupos: el de Isabel y Alfonso y el de las otras tres infantas, con la menor de las cuales, Eulalia, la más lista de todas, se levó La Chata siempre fatal.

Sabido es que Isabel II ponía tanta prisa en pecar como en arrepentirse, lo que la hizo deudora del padre Claret y de Sor Patrocinio, confesor y consejra espiritual que cargaron no pocas veces con culpas de la soberana. Pero entre los sucesos que de la Reina conceptuó como desastres hubo uno que repercutió trágicamente en su primogénita y fue el reconocimiento del Reino de Italia, creado a costa de la soberanía temporal del Papa y los Borbones de Nápoles. Isabel II reconoció a Italia, porque así lo impusieron los gobiernos constitucionales, pero su corazón inquieto y modorro buscaba un desquite, y lo encontró en la boda de Isabel con uno de los hijos de los destronados napollitanos, Cayetano, conde de Girgenti. No fue una boda de Estado, fue la chapuza de una reina tarambana que quiso hacer un gesto político de sumisión al Papa entregando a su hija de 16 años a modo de penitencia.

No hubo nunca entre Isabel y Cayetano amor, entusiasmo, ni siquiera interés. Se casaron el 13 de mayo de 1868, se fueron de viaje de bodas y en el extranjero les pilló la Gloriosa y el destronamiento de Isabel. Si se adelanta unos meses el general Serrano en echar de España a su antigua amante, se libra La Chata del bodorrio. El desventurado marido, después de obsequiarla con unos ataques de epilepsia -enfermedad sobre la que nadie había advertido a la recién casada- y de tratar de arrojarse por un balcón, acabó pegándose un tiro en Lucerna, el 26 de noviembre de 1871. Con apenas 20 años, Isabel se quedaba viuda y en el exilio. Desde entonces se le tuvo justificada lástima. Tres años pasó de luto, mientras España vivía un trasiego de generales, saboyas, repúblicas y violentos líos. De pronto, la Restauración. Alfonso fue rey gracias a Cánovas, pero sólo tras la obligada renuncia de Isabel II. El rey consorte, muy querido por sus hijos, se quedó en Epinay con su amigo Meneses. A diferencia de la reina, nunca quiso regresar.

Isabel estaba en edad de volver a casarse, pero el destinado a ser otro marido curioso, el archiduque Luis Salvador, no aceptó. Así que se instaló en un palacete de la calle Quintana con tres damas de compañía, algún servicio y un par de gatos. Empleaba su tiempo en obras benéficas y en pasear por la calle, que acaso por la experiencia del exilio recorría con fruición. Pronto perdió la línea y, de ser una chica feucha pero atractiva, pasó a convertirse en señora de triple papada con gesto entre serio y burlón. Gran amiga de la música, excelente pianista y hasta compositora a ratos, apadrinó a jóvenes talentos como Arbós. No fue bibliófila pero le gustaba la cerámica y los cacharros en general. En todas las romerías acudía a ella un enjambre de vendedores y a todos les comproba, emplazándoles a cobrar en su casa al día siguiente. Siempre pagó. Fue también excelente cazadora y gran amazona, pero una vez se cayó del caballo y casi se mata. Le quedó cicatriz y nunca volvió a montar.

Vivió encantada el matrimonio de su hermano con María de las Mercedes, la muerte súbita de ésta y luego la del rey, estando María Cristina en cinta. Era de nuevo heredera del trono, pero cánovas, para ahorrarse la pensión, se negó a nombrarla Princesa de Asturias. Se aguantó, qué remedio. La tragedia la acercó mucho a Crista y prodigó al recién nacido los mismos cuidados que antaño su padre. De segunda madre viuda, veía pasar los años.

Su mayor hazaña diplomática fue el viaje a Buenos Aires en el Centenario de la Independencia argentina, llevando la representación real. El periplo de Alfonso XII, una epopeya mundana de la época, contó con periódico a bordo que recogía las vicisitudes del empingorotado pasaje. En su biografía de La Chata, Francisco Azorín recuerda que, al pasar el Ecuador, su alteza dio permiso para cambiar el atuendo por pijamas de seda. En Buenos Aires, el gentío estuvo varias veces a punto de aplastarla. Un triunfo.

Pero su gran éxito político fue convertirse en parte del paiseje madrileño. Por eso al llegar la República a la Puerta del Sol no quería prescindir de tan ilustre vecina. Al saberse su muerte, en Las Ventas se guardó un minuto largo de silencio. En 1991, trajeron sus restos a España y la enterraron en La Granja, donde pasaba los veranos. Cerca siempre de Madrid.

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